Cátedra de Clínica Médica – Facultad de Ciencias Médicas – Universidad Nacional de Rosario

1. El dilema de las “dos culturas”. A modo de introducción *

[…] no tenemos una sola identidad y nuestra formación y ocupación profesionales no nos definen exhaustivamente. Habitamos identidades superpuestas [..] y ninguna de ellas domina por sí sola todo el tiempo ni determina coherentemente nuestras respuestas. […] Uno de los riesgos de la vida académica es el modo en que su ethos y su organización nos alientan a exagerar el poder y la importancia de estas afiliaciones disciplinarias en desmedro de otros lazos y lealtades, a menudo más profundos.

C. P. Snow (2000) Las dos culturas [1]

Desde que C. P. Snow en 1956 (2) abriera el debate – y lo completara con su “conferencia Rede” en 1959 en Cambridge – sobre el distanciamiento y la falta de entendimiento – en sus propias palabras, un “abismo” de incomprensión – entre las humanidades y la ciencia, mucho se ha hablado sobre el tema a lo largo de todo el hemisferio occidental. El autor de Las dos culturas se refería a los “intelectuales literarios” – así los llamaba – en el primer caso y a los científicos en el segundo y, muy especialmente, a los físicos como los más representativos de este grupo. Aunque consideraba que el problema de la división cultural era un problema mundial, le reprochaba en especial a Inglaterra “una fanática creencia en la especialización cultural”: o ciencia o humanidades y como resultado un hombre que en nada se parece a lo que se llama, por lo común, un hombre instruido. Se preguntaba, entre otras cosas, cómo debían elaborarse los programas de facultades y universidades para brindar a la gente una educación adecuada en ambas ramas del conocimiento. Supo llevar la crítica tan lejos como para decir que los hombres formados en la “cultura tradicional” inglesa ignoraban las leyes de la termodinámica y que los científicos no habían leído a Shakespeare.
 

En rigor de verdad, Snow, desde su lugar de privilegio – tenía formación científica, un doctorado en filosofía y era, además, escritor de exitosas novelas – no fue imparcial: criticó con desdén y antipatía a los “intelectuales literarios”, a quienes consideraba inútiles, sin visión de futuro, “esnobs” y “nostálgicos” y colocó a los científicos – los que gozaban de “mayor moral” – en el papel de víctimas incomprendidas y rechazadas  por los integrantes del otro lado de la cultura. Si algo se le puede reconocer a Snow, no es, precisamente, que haya justipreciado el problema sino, en cambio, que él fue el iniciador de una controversia de largo alcance que perdura hasta nuestros días. Los debates posteriores sobre cuántos o cuáles de los temas que habitualmente abordan  filósofos, historiadores y sociólogos deben formar parte también de la formación y la actividad de los científicos siguieron a la gran estela que dejó su conferencia. Éste es el punto clave.
 

La medicina como disciplina científica tiene un espacio significativo en la discusión iniciada por Snow. Sin embargo, si hacemos un breve recorrido por la Historia, pareciera que el pretendido divorcio entre las humanidades y la ciencia puede ser desmentido por una afinidad antiquísima – qué difícilmente se podría calificar como casual – entre la profesión médica por un lado y el arte y, más específicamente, la literatura por el otro: es el hecho de que no pocos hombres de letras fueron también médicos y de que no faltaron los médicos egregios aficionados a la literatura. Nos viene a la mente Hipócrates, el padre de la medicina moderna, quien entre sus escritos nos dejó el célebre tratado de medicina titulado El Arte; el notable escritor renacentista François Rabelais también era médico, entrenamiento que no pasa desapercibido en Gargantúa y Pantagruel; Sir Thomas Browne, Tobías Smollet y George Crabbe, así como Johann Wolfgang von Goethe, Saint-Beuve y Blackmore pueden ser incluidos en esta lista. Más cercanos a nosotros, cabe mencionar a Oliver St John Gogarty, Arthur Conan Doyle y Somerset Maugham y al discutido novelista Louis-Ferdinand Céline. En este ligero recordatorio, en el que seguramente quedarán muchos ilustres sin nombrar, tienen un lugar especial dos grandes personajes de la literatura: Antón Chejov y John Keats, a quienes los une un destino común, éste es, la tuberculosis que los llevó a la muerte.
 

Chejov era médico y médico practicante. Supo decir que la medicina era su esposa y la literatura su amante y que cuando se cansaba de una pasaba la noche con la otra. Se negó sistemáticamente, a pesar de su salud deteriorada, a abandonar su profesión porque la consideraba indispensable para su escritura. La historia de Keats es un poco diferente.  Cuando ya era un aficionado a la poesía, cursó estudios de medicina y se graduó de apothecary (3); luego comenzó su entrenamiento como cirujano pero la abandonó en pocos meses para volver a la poesía pues, mientras consideraba que la profesión de médico era muy noble y que sentía un gran placer en aliviar el sufrimiento, era una profesión espantosa por todo lo que había que ver. Murió a los veinticinco años, mucho antes de que se descubriera el bacilo de Koch. Habría que agregar la impronta que la profesión médica dejó en la obra de estos grandes escritores y, sin lugar a dudas, la influencia que el ejercicio de la imaginación poética tuvo en la práctica médica. Y algo más, que refuerza la afinidad entre la Medicina y el Arte, a saber, que las enfermedades han sido un tópico interesante para la literatura de todos los tiempos.

Desafortunadamente y aunque nos esforcemos en buscar ejemplos de lo contrario, hay algo en lo que Snow tenía razón. A pesar de que cuando lamentaba la radical separación entre la ciencia y las humanidades en la educación como un problema de todo el  mundo occidental no estaba pensando en América Latina, – y ni siquiera lo hacía cuando se refería a los países pobres – su preocupación se puede trasladar a nuestras propias escuelas de medicina que durante largo tiempo se han empeñado en separar el saber médico de otros saberes, lo que se traduce en una lamentable carencia para varias generaciones de médicos. En efecto, parece ocioso decir que en el entrenamiento de quienes luego tendrán en sus manos, de algún modo, la vida y, en ocasiones, el bienestar de seres humanos – y de seres humanos enfermos – no pueden estar ausentes ni la filosofía, ni la antropología, ni las religiones, ni la historia. Y podríamos seguir. Pero, a pesar de lo obvio, lo contrario ha sido la regla para muchos de nosotros. Hace cerca de veinte años, historiadores,  antropólogos, sociólogos y críticos de la cultura han ido descubriendo la riqueza y la complejidad de las enfermedades más allá de su perfil biomédico, aportando un sinfín de asociaciones que nos invitan a no mirar nunca de soslayo los múltiples aspectos que definen los padecimientos humanos y a abandonar la premisa de que una enfermedad infecciosa no es más que un virus o una bacteria.

Hay una enfermedad ejemplar en este aspecto: es la tuberculosis, y lo es por su rol sociocultural y por una función estética sin precedentes en el siglo XIX – e incluso primeras décadas del siglo XX –  y porque señala, mejor que ninguna, el lugar de esa carencia que Snow denominó el abismo entre “las dos culturas”. Para quienes la conocimos en la década del setenta – casi veinte años después del descubrimiento de la quimioterapia curativa – y en la penosa ignorancia de sus avatares en los siglos pasados, el reconocimiento posterior de su enorme trascendencia en la época – para nosotros comenzaba y terminaba en el bacilo de Koch y solíamos escuchar, como al pasar, que éste era “causa necesaria pero no suficiente” – resultante de la tarea exclusivamente personal de pisar otros claustros y hurgar en otras bibliotecas, produce una fascinación especial y un desafío a la manera de las revelaciones de lo desconocido en cualquier campo. Descubrir que además de un conjunto de signos y síntomas, la tuberculosis tenía una trayectoria histórica, social, cultural y artística – escapaba a los límites de las academias de medicina – hacía difícil pensar que se trataba de la misma enfermedad.
 

La pregunta que surge inmediatamente es ¿cuántos médicos saben que la enfermedad que, en los años 80 del siglo pasado, emergió renovada y más despiadada que nunca en los países desarrollados (4), fue una enfermedad romántica y un  tema de arduas discusiones médicas, sociales y políticas en el siglo XIX? Cómo médicos, debemos celebrar que si el azar no puso La montaña mágica (5) en nuestras manos, nos hayamos encontrado con un libro más moderno, entusiasta y polémico como La enfermedad y sus metáforas de Susan Sonatg (6) porque su lectura pudo evitar que muchos médicos nos vayamos a la tumba ignorando los honores que el siglo XIX y gran parte del siglo XX le prodigaron a la enfermedad que nos conmociona, nuevamente, por su perfil más doloroso y pudo haber sido, también, la piedra fundacional que despertó el interés por un tema de extraordinaria riqueza.
 

Los vituperados “intelectuales literarios” de Snow son los que han reflexionado  sobre algunas cuestiones como, por ejemplo, que en medio de tantos avances médicos ha habido algunos retrocesos, como que lejos de poder explicar ‘metafóricamente’ la vulnerabilidad de estos enfermos – y muchos otros – tenemos que apelar a realidades tales como la pobreza, la marginación, la drogadicción, los déficits inmunológicos y a toda clase de plagas que asuelan el mundo moderno.

Notas:

* Esta es la primera parte de un trabajo mayor que se irá publicando en esta página. Es además parte modificada de mi Tesina final de la Licenciatura de Letras presentada con el título Una enfermedad literaria. La tuberculosis en el cruce entre la vida y la obra de sus autores durante el siglo XIX y principios del siglo XX, dirigida por la Prof. Dra. Elena Tardonato Faliere; Junio de 2002. (1) Véase la Introducción de Stefan Collini a C. P. Snow, Las dos culturas, Buenos Aires: Nueva Visión, 2000, pp. 5-70. (2) La primera vez que Snow hizo pública su idea de las “dos culturas” fue a través de un artículo publicado en el New Statesman en 1956; en este artículo es donde muestra una mayor hostilidad hacia los “intelectuales literarios”. (3) El término apothecary significa “el que preparaba y proporcionaba medicamentos en el pasado”; en la época de Keats era una especie de médico general de la actualidad. Podía visitar a los pacientes y prescribirles fármacos pero no cobrar por sus servicios. Para mayor información, véase Hillas Smith, Keats and Medicine, Cross Publishing, Newport, Isle of Wight, 1995, p. 42. (4) Recordamos que fue en estos países donde causó sorpresa el resurgimiento de la TB en la década del 80 del siglo XX – junto con el SIDA – pues en los países pobres ya se había convertido en una enfermedad endémica. (5) Thomas Mann, La montaña mágica, traducción de Hernán del Solar, Santiago de Chile: Zig-Zag, 1991. (6)Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas y el Sida y sus metáforas, traducción de Mario Muchnik, Buenos Aires: Taurus, 1996.