Cátedra de Clínica Médica – Facultad de Ciencias Médicas – Universidad Nacional de Rosario
No man is an Island, entire of itself; every man is a piece of Continent, a part of a main; if a clod be washed away by the sea, Europe is the less, as well as if a promontory were, as well as if a manor of the friends or of thine own were; any man’s death diminished me because I am involved in Mankind; and therefore never send the bells tolls; it tolls for thee.
John Donne, Devotion upon Emergent Ocassions (1624) “Meditation XII”.
La muerte gozó durante siglos de un enorme prestigio. Era un hecho sublime y emocionante y, a la vez, aceptado como parte de la vida cotidiana. Su recepción, sin embargo, fue cambiando gradualmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX. De ser la “muerte bella”, propia de la sensibilidad romántica, en los albores de ese siglo, pasó a ser la “muerte sucia” en el siglo XX. Filósofos e historiadores han advertido en ello una pérdida. Walter Benjamin, en Iluminaciones IV, escribe que es la sociedad burguesa del siglo XIX la que, mediante “dispositivos higiénicos y sociales, privados y públicos, produjo un efecto secundario, probablemente su verdadero objetivo subconsciente: facilitarle a la gente la posibilidad de evitar la visión de los moribundos”.
No fue un proceso brusco. Comenta Ariès que hasta la guerra del 14 aproximadamente, “la muerte de un hombre modificaba solemnemente el espacio y el tiempo de un grupo social que podía extenderse a la comunidad entera […]”, al barrio, al pueblo o a la aldea. Era un hecho social y público. La “imagen invertida” de la muerte, su exclusión de la vida cotidiana, se comienza a gestar a partir del 45 con los inicios de la “medicalización” que incluye, por supuesto, el traslado del moribundo al hospital. En el Occidente industrializado, cuando se percibe que la enfermedad es grave, se decide la internación con la aceptación y la “complicidad” de la familia porque el hospital es “el único lugar donde la muerte puede escapar a la publicidad […] considerada, desde entonces, como una inconveniencia mórbida”. Así comienza la muerte en soledad. En una investigación llevada a cabo por G. Gorer, para el año 1963, entre los ingleses, se demostró que de los participantes en el muestreo sólo un 25 % habían presenciado la muerte de un pariente cercano. La exclusión de la muerte del mundo de los vivos está en la conciencia de la sociedad burguesa: pudor e higiene se mezclan para dar forma a una intolerancia nunca confesada hacia la enfermedad, la decrepitud y la muerte. En otros tiempos, el muerto era velado en su propia casa y las puertas estaban abiertas para los parientes, los amigos y los vecinos, y para todo aquél que quisiera compartir un “momento ejemplar” en la vida de cualquier individuo. El duelo también ha quedado atrás; es necesario terminar con todo lo antes posible sin llantos públicos ni escenas teatrales sino un ocultamiento enfermizo (que poco tiene que ver con los verdaderos sentimientos) que – en opinión de los psicólogos – no hace otra cosa que evitar el verdadero “duelo” o, en el mejor de los casos, retrasarlo. El pudor hace que sólo sea aceptable conmoverse en la más profunda interioridad y sin testigos.
El arte y la literatura supieron dar cuenta de las diferentes etapas por la que ha transitado la muerte. Se suele citar La muerte de Iván Ilitch (1859) de León Tolstoi (1828-1910) como la novela “magistral” que marca un hito en este tránsito, éste es, precisamente, el comienzo de la “medicalización”.Aún el lector más desprevenido advierte desde el comienzo una suerte de antipatía del escritor por su personaje. Extraña disposición nunca vista antes en el siglo XIX. Desde la primera página, sabemos que Ilitch ha muerto. Se lee, textualmente: “Señores – dijo Piotr Ivanovich – Iván Ilitch ha muerto”. Y en la página siguiente, una especie de necrológica que remata cualquier duda. ¿Qué hubiera opinado Henry James (1843-1916) de esta presentación? Como mínimo, hubiera dicho ¡cómo presentar al héroe muerto así sin más! Ocurre que James pensaba así cuando, en 1902, escribía el prólogo de Las alas de la paloma dándole forma a Milly Thale, la heroína romántica que muere en plena juventud de tuberculosis. Dice así: “el poeta, esencialmente, no puede pactar con la muerte. […] Puede considerar al más enfermo de los enfermos, pero aun así es por la vida que se interesa por él y lo hace sobre todo porque las condiciones son adversas e imponen una lucha”. Pero Ilitch no es un héroe, carece de la espiritualidad necesaria para ser romántico y no tiene una enfermedad de los pulmones, “los órganos aéreos de la parte superior del cuerpo”; es el riñón, un órgano “tosco” del cuerpo el que está enfermo. Estamos muy lejos – no en el tiempo, puesto que la novela de Tolstoi es anterior a la de James – de aquella sensibilidad romántica y de las bellas escenas agónicas del personaje tuberculoso.
Ilitch es un juez de 45 años, un funcionario gris pero “correcto” que vive de acuerdo a las reglas sociales de su medio, casado más por conveniencia que por amor y más preocupado por su estatus que por sus afectos, y tan hipócrita como su entorno. Tolstoi describe con una maestría sin igual la hipocresía del núcleo al que había pertenecido Ilitch, frente a su cuerpo todavía caliente: su mujer alterna breves episodios de llanto con su preocupación por mantener sus negocios, y sus amigos, hasta los más íntimos, mientras reflexionaban sobre quién ocuparía el cargo que Ilitch había dejado vacante, suspiraban pensando que no les había tocado a ellos.
Cuando Ilitch se enferma – parece tener un cáncer de riñón – lo primero que se instala a su alrededor es la “mentira”, el ocultamiento y el disimulo en torno a la enfermedad, de la que todos, incluido el médico y el propio Ilitch, son cómplices. Porque Ilitch, a diferencia de lo que ocurría cincuenta años atrás, consulta al médico y desde la primera consulta, se le pega al facultativo como un parásito. En adelante, su optimismo y también su pesimismo en cuanto a la enfermedad que lo aqueja, dependen de sus lecturas de libros de medicina y de seguir al pie de la letra las recomendaciones del médico. Hasta que un día descubre, por una conversación secreta entre su mujer y su cuñado, que está desahuciado. En la desesperación consultó a otros médicos, homeópatas y curanderas pero la enfermedad progresaba e Ilitch comparaba cada día su estado con el del día anterior. Todos saben y todos fingen. Él tampoco revela a su familia lo que ha descubierto y soporta en silencio los sufrimientos físicos y la “angustia metafísica”. Se dice que “duerme cada vez menos”. Ni el opio ni la morfina lo aliviaban. Sin embargo, su principal tormento no era el dolor físico sino la mentira “admitida por todos” de que sólo estaba enfermo pero no moribundo. Ilitch “sabía muy bien que, se hiciera lo que se hiciera, no se llegaría más que a sufrimientos todavía más terribles y a la muerte”. Además, la enfermedad que padece es una enfermedad “sucia”: mal aliento, deposiciones fétidas y, para colmo, está tan débil que se ve forzado a sufrir la degradación de que otros lo atiendan y tomen contacto con sus excrementos. Esto también es nuevo y aparece con Tolstoi. Nadie antes hubiera osado un gesto de fastidio por las flemas o la hemoptisis, por ejemplo, del tuberculoso. Porque la “muerte sucia” – en palabras de Ariès – es impropia de la literatura romántica. A Ilitch lo cuida un mujik, pero las atenciones que le prodiga se vuelven repugnantes a sus propios ojos porque la limpieza es otro “valor burgués”. Y la agonía dista en mucho de ser la muerte dulce e indolora de los personajes tuberculosos. Sufrió “espantosamente” horas enteras, dice su mujer. “Gritó sin parar días enteros. [..] No comprendo cómo he podido soportarlo. Se lo oía a través de tres puertas. Oh, lo que he tenido que pasar!”. Tampoco hubo abrazos de sus seres queridos y, en su lugar, miradas de rencor y de odio contra sus parientes y en especial contra su mujer. De su boca salían expresiones del tipo “déjame morir en paz” o “bien pronto los liberaré a todos de mi presencia”.
Por poco, Iván Ilitch no va a morir al hospital. Hubiera sido cuestión de algunas décadas para que Prascovia Fiodorona, su mujer, se liberara de la promiscuidad y la inconveniencia de la muerte de su marido. Como dice Benjamin, “hoy los ciudadanos, en espacios intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y en el ocaso de sus vidas son depositados por sus herederos en sanatorios y hospitales”. Pese a todo, en las últimas décadas algo ha cambiado: en aras de devolverle la dignidad a la muerte y a los moribundos, el médico, habitualmente con el apoyo de la famila, le revela a los enfermos el nombre y el pronóstico de la enfermedad. Esto es particularmente cierto para el mundo anglosajón donde la iniciativa, en opinión de Ariès, no partió del cuerpo médico sino del trabajo de psicólogos, sociólogos y filósofos que han tomado conciencia sobre la necesidad de que el enfermo – incluso el moribundo – conozca la probable evolución de la enfermedad y, de ese modo, pueda tomar decisiones sobre su propia vida. A esto seguramente contribuyó también la necesidad de los médicos de compartir una responsabilidad que en muchos casos se volvía éticamente insoportable, a lo que se sumó, en los últimos tiempos, la gran proliferación de juicios por mala praxis a los que se ven expuestos de continuo.
No ha pasado lo mismo, sin embargo, con la exclusión de la muerte del territorio de los vivos. Tal vez la imagen más contundente y patética de este problema, conocida en el mundo entero, sea la del “moribundo erizado de tubos”; conmovedora, por cierto, pero que aun así no ha tenido una repercusión tan “contundente” como para cambiar nuestra mentalidad. Cuando hace más de dos décadas Ariès escribía su libro, se preguntaba si estábamos en vísperas de un cambio profundo que volviera “caduca la regla del silencio”. Hoy casi podríamos responder que sí y usar, de paso, este mismo interrogante para que en un futuro los enfermos “terminales”, como solemos llamarlos, no se exilien antes de tiempo del mundo de los vivos.
Notas
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Véase Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV; Madrid: Taurus; 1991; pp.: 120-21.
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Philippe Ariès; “La muerte invertida” (465-499) en El hombre ante la muerte; Madrid: Taurus; 1987.
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Ibid., p. 474.
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León Tolstoi, La muerte de Iván Ilitch; Barcelona: Juventud; 1984; pp.: 15.
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Véase Henry James, Las alas de la paloma; Barcelona: Bruguera, 1981; pp. 7- 15.
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Phillipe Ariès, El hombre ante la muerte; Op. Cit.; p. 471.
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León Tolstoi, La muerte de Iván Ilitch; Op. Cit.; p. 29.
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Walter Benjamin, Op. Cit., p. 121.
