Cátedra de Clínica Médica – Facultad de Ciencias Médicas – Universidad Nacional de Rosario

Una de las tareas más ingratas del médico es el llamado para atender una urgencia en horas inoportunas. Claro que uno no puede cargar las tintas sobre el pobre paciente que sufre y muchas veces teme por su vida. Pero en algunas pequeñas ciudades, la falta de un buen servicio de emergencias condiciona que los profesionales deban acudir en situaciones muy diversas frente a requerimientos – los cuales sólo podrán ser juzgados como oportunos luego de ver el caso.

Esa noche, entre 1978 y 1980, poco tiempo después de haber comenzado mi actividad privada, mientras me encontraba disfrutando de un asado en una fiesta familiar, tocan el timbre de mi casa. Una anciana, que vivía a cien metros de casa, estaba descompuesta y me necesitaban. Embarazos a situación, sin duda, interrumpir una cena, dejar a los invitados, cambiar mi animus gastronómico por el animus curandis, cargar los pocos aparatos que un clínico necesita para desarrollar sus funciones y partir con un buche de dentífrico que disiparía ciertas evidencias.

La enferma estaba en cama. Su hija, que era quien me había venido a buscar, permanecía al lado de su lecho para responder ante cualquier eventualidad. Se trataba de un cuadro bronquial: tos, expectoración, prácticamente sin fiebre, una expectoración no demasiado preocupante. La revisé como correspondía, no encontrando ningún signo de peligro. Fiel a mis principios no intervencionistas, les informo que no parecía nada importante, que había que observarla, que era muy probable que en pocos días el problema se resolviera solo, pero que igualmente sería conveniente controlarla mientras tanto, por si aparecía fiebre, expectoración, dolor en … 

Un llamado telefónico interrumpió mi explicación. La  hija toma el teléfono y dice: “Ya vino otro doctor … no sé … es de acá a la vuelta …”

Podía imaginar que el llamado sería de un familiar a quien le habrían encargado buscar a otro profesional. Incluso podía entenderlo, pero puedo jurar que es bastante decepcionante que a uno lo llamen sin saber el nombre, simplemente por estar a la vuelta … Le faltó decir que estaba comiendo un asado señora!!!

Bueno, pero esas cosas son menores. De modo que terminé mi trabajo con una explicación amigable y tranquilizadora, que por el momento no hacía falta medicación y que volvería al día siguiente.

Regresé a mi casa, intentando retomar el animus festivo de la comida con mi familia y amigos. Al día siguiente cuando llamo para conocer el estado de la paciente, se me dice que:

“No hace falta que vaya. Que por suerte ya habían encontrado al Doctor GD, que la había revisado, que le había encontrado … UNA BRONQUITIS!!! . Podía sentirse un tono de gravedad (¿o de reproche?) en la voz de la informante. y que él le pidió radiografías y le dio antibióticos fuertes. Y ya estaba mejor, gracias …

… Claro, los antibióticos.

         Así, de a poco, fui seleccionando mis pacientes – y ellos me fueron seleccionando a mí –. Después de muchos años de profesión, sé que logré algunas hazañas: ciertas personas me llamaban “el médico que curaba sin remedios”. (¡Vamos! … claro que los usaba, pero cuando era estrictamente necesario…)

Lo que nunca entendí era porqué me miraban tan mal unos señores muy elegantes que andaban por las salas de espera de los consultorios con unos portafolios o pequeñas valijas. Digo, no entiendo porqué me miraban mal, porque sé que siempre andaban sonriendo a todo el mundo …