Cátedra de Clínica Médica – Facultad de Ciencias Médicas – Universidad Nacional de Rosario
Una lectura de la novela de Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala, a la luz del enfoque psicosomático
La única libertad posible
conocimiento de las propias
pasiones.
B. Spinoza
Introducción
Autorizado por una tradición iniciada por S. Freud, quien aplicó el psicoanálisis a las obras de arte y a sus creadores, y por Vargas Llosa quien, en una entrevista concedida a Ezequiel Martínez (Revista Ñ, 17 de junio de 2006), dice que su novela es una mezcla de imaginación y de recuerdos, decidí responder a la invitación del Profesor Greca ofreciendo este ensayo.
El enfoque psicosomático, instrumento de lectura
El método anátomo-clínico, que se consolidó en los siglos XVIII y XIX, arrancó a la medicina del empirismo y la magia que regían su práctica y la depositó en los brazos de las ciencias naturales. Este desarrollo implicó un enorme progreso en el diagnóstico, pronóstico y terapéutica pero, también, cosificó las enfermedades, congelándolas en las imágenes de autopsias y biopsias, deshumanizó la relación médico-paciente y fragmentó la medicina en especialidades cada vez más pequeñas. Frente a esta tendencia surge, desde mediados del siglo XIX con Claude Bernard, una corriente integradora entre la fisiología, jalonada en el siglo XX por los nombres ilustres de Cannon, Selye y Laborit, y el psicoanálisis que de la mano de Sigmund Freud, ancló el psiquismo en el cuerpo con su concepto de pulsión.
Gracias a los progresos de la biología molecular, este desarrollo desemboca, en nuestros días, en la psico-neuro-endócrino-inmunología.
A esta orientación interdisciplinaria, complementada con conocimientos derivados de la sociología, la antropología y la lingüística, la llamamos “enfoque psicosomático”.
El autor
Antes que nada quiero agradecer a una querida amiga, la Profesora Rosa Boldori de Baldussi, investigadora de la UNR en literatura iberoamericana, quien me proporcionó la bibliografía, no sólo los títulos sino también los textos, varios de ellos de su propia factura.
Mario Vargas Llosa nació, en 1936, en Arequipa, Perú, vástago de una familia de antigua prosapia pues los Vargas llegaron al Perú con Pizarro. Había un Vargas en el puñado de conquistadores que vieron a Atahualpa tomar chicha en el cráneo de Huascar, su hermano, al que había hecho asesinar.
Los Llosa llegaron al Perú en el siglo XVII. Dice el mismo M.V.Ll.: “Don Juan de la Llosa llegó directamente a Arequipa como maestre de campo. Dejó una vasta descendencia que permaneció aferrada al sur del Perú, al que pobló de abogados, curas, monjas, jueces, profesores, funcionarios, poetas, locos y alguno que otro militar”.
“Mis abuelos maternos, con los que me crié, sabían al dedillo la vida y milagros de la vieja familia y mi infancia fue una pura delicia oyéndosela contar. Pero la que afiebraba mis noches era la historia de aquel pariente que, un mediodía, dijo a su esposa que salía a comprar el periódico y la próxima vez que supieron de él fue un cuarto de siglo después, cuando llegó la noticia de su muerte en Francia. ¿Y a qué se fue a París, abuelita? “A que iba a ser, pues, ¡A corromperse!”. Así nació mi francofilia, creo”.
Ya veremos que en la novela de la que nos ocupamos, Ricardo, el protagonista, tiene una sola ambición: vivir en París. Reivindica también V.Ll. el mestizaje en su familia, como en todas las del Perú, con indios y negros, y repudia enérgicamente el racismo, tanto de un bando como del otro.
Su producción literaria es vasta. Los títulos más importantes son La ciudad y los Perros (1963), Conversación en La Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981) y La fiesta del chivo (2000). Fue galardonado con los premios Rómulo Gallegos, Príncipe de Asturias y Cervantes .
Vargas Llosa, conocedor de la literatura universal y del arte de leer e interpretar, domina diversas técnicas narrativas como la intertextualidad, la novela policial, el surrealismo y la multiplicación de la voz narrativa, pero para las Travesuras… ha elegido un estilo llano en primera persona del singular que pone en boca del protagonista. Ha respetado rigurosamente la cronología, lo que no es habitual en él. Su prosa, riquísima, es sencilla, intimista, apasionada, cautivante. En ésta, como en todas sus obras, están siempre presentes Perú e Iberoamérica. Podríamos decir, parafraseando a Borges, que le duele el Perú en todo el cuerpo.
Tal vez este dolor lo llevó a la política. Candidato a la presidencia en 1990, perdió contra Alberto Fujimori. Da cuenta de esta experiencia en su libro Como pez en el agua donde lamenta haber salido de su pecera de escritor. Esta incursión, así como sus críticas al régimen cubano, le valió el repudio de los intelectuales de izquierda, que aún no ha cesado.
Un personaje nefasto de la novela, Fukuda, un japonés mafioso y perverso sexual no puede menos que hacernos evocar a su antiguo rival, pues le roba a la “niña mala” que representa al Perú.
M.V.Ll. conoció a su padre a los diez años, retorno que rompió la estrecha intimidad que tenía con su madre. Lo describe como violento, rígido, intransigente. Podríamos decir que en este encuentro perdió a su madre y a su padre idealizado en ausencia.
En las Travesuras…, Ricardo pierde a sus padres en un accidente, a la misma edad (diez años).
La novela
Comienza en el barrio residencial de Miraflores, Lima, en 1950. Ricardito tiene catorce años. Llegan al barrio dos hermanas chilenas, Lily y Lucy. Cautivan a todos con su gracioso acento, su coquetería y su forma de bailar el mambo, la música que hacía furor en esa época. Ricardo se enamora de Lily “como un becerro”. Ella se muestra seductora y esquiva y al fin accede a salir con él a pasear, tomar un helado o bailar. Se deja robar un beso pero se niega a declararse su novia. Las hermanas son invitadas a todas las fiestas pero no retribuyen la invitación. En un cumpleaños, una mujer chilena descubre la impostura de “las chilenitas” revelando que eran peruanas. Avergonzadas, desaparecen.
En el siguiente capítulo, Ricardo vive pobremente en París. Es la década del 60 y la ciudad bulle de sudamericanos entusiasmados por la revolución cubana. Allí conoce a Paul, un peruano que está ligado al movimiento revolucionario. Trabaja en un restaurante mejicano y por la puerta trasera le da de comer a Ricardo, cuyo título de abogado no le sirve para conseguir trabajo. Paul quiere reclutarlo pero a él no le interesa la política, sólo quiere envejecer en París. Un día Paul le pide que lleve a un hotelito a tres camaradas, aspirantes a guerrilleras. Una de ellas, Arlette, le resulta vagamente conocida. Poco después, su postura, picardía y mirada burlona le permiten reconocer a Lily. La lleva a conocer París y le dice: “Estoy enamorado de ti desde hace diez años” y ella: “Ricardito ¡El flaquito! Ya entonces tenías cara de santurrón”. Pero a continuación niega toda la historia. Se había conseguido una beca de guerrillera para conocer Europa. Se deja hacer el amor con una actitud de prescindencia y luego tiene un rechazo activo mediante un vaginismo. Le pide a Ricardo que consiga un permiso de Paul para quedarse en Europa. Paul se niega y debe partir para Cuba.
Ricardo aprueba un examen como traductor en la UNESCO y comienza una vida rutinaria. Paul se convierte en un embajador de la guerrilla en Europa y viaja constantemente. Seis meses después, le da noticias de Arlette: se ha convertido en la amante de un jefe revolucionario. Paul se va al Perú, a la guerrilla, donde más tarde morirá.
Ricardo recibe cartas de su tía Alberta, quien lo crió desde los diez años cuando murieron sus padres. Un día recibe una carta de un primo del padre, el tío Ataulfo, comunicándole la muerte de la tía Alberta, quien lo ha declarado su heredero. Debe viajar al Perú. Antes de hacerlo se encuentra con la niña mala vestida de punta en blanco, y ella le dice que se ha convertido en Madame Arnoux, pues se ha casado con un diplomático francés.
Ricardo viaja a Lima. Gobierna Belaunde Terry. Su tío lo recibe afectuosamente. Reniega de la guerrilla porque teme que provoque a los militares y estos derroquen a la débil democracia peruana.
De vuelta en París, llama a la niña mala. Ella escucha como ausente las palabras de amor y luego le ordena “hazme venir con tu boca”; luego, como la primera vez, le cuesta penetrarla. Lo invita a cenar para presentarle a su esposo, M. Robert Arnoux, un hombre bajito, calvo y bizco que es ayudante del director de la UNESCO. En un encuentro, Lily le dice: “Sólo me quedaría para siempre con un hombre muy rico y poderoso”. Al tiempo vuelve a desaparecer. M. Arnoux le cuenta a Ricardo que Lily lo ha dejado, robándole todos sus ahorros.
Transcurre el 68. La revuelta de mayo en París. Gobierna el General De Gaulle. Van desapareciendo los grandes pensadores de los 50´ y 60´: Mauriac, Camus, Sartre, Aron, Merleau Ponty. Llega la hora de los estructuralistas y los críticos: Foucault, Barthes, Deleuze, Derrida. Se apaga el fervor revolucionario en Europa. Ahora la movida se traslada a Londres. Los jóvenes se vuelcan al hippismo y a los ídolos musicales como Los Beatles.
Ricardo tiene una relación con Cécile, funcionaria de la UNESCO, católica, abstemia y vegetariana. Se aburren y se dejan. Pasa largas temporadas en Londres, donde lo hospeda Juan Barreto, un amigo de la infancia, hippy elegante, pintor de caballos y homosexual. Él lo invita a una reunión en un centro hípico, New-Market, y allí vuelve a encontrar a la niña mala, ahora transformada en Mrs. Richardson. Han pasado cuatro años sin verla y, sin embargo, Ricardo tiene que reconocer que, aunque esté condenado a fracasar y a pesar de sus mentiras, enredos y estafas, con esa pasión con la que otros persiguen el éxito, la fortuna o el poder, él sólo quiere estar con ella.
Vuelven a salir juntos y en una ocasión ella le dice “Yo no quiero a nadie pero al único que no le he mentido amor es a ti”
Pasan dos años, para Ricardo los más felices de su vida. De repente la niña mala vuelve a desaparecer. Juan Barreto muere de SIDA. El hippismo pasa a ser una moda burguesa. Ricardo vuelve a París. Allí traba amistad con Salomón Toledano, un intérprete que se relaciona sólo con prostitutas y colecciona soldaditos de plomo. Él le aconseja que no vuelva a enamorarse nunca.
Salomón es contratado en Tokio. Estamos en 1979. En 1980 termina la dictadura militar en Perú. Vuelve Belaunde Terry. El tío Ataulfo, feliz, visita a Ricardo en París, donde celebran su 45º cumpleaños.
Salomón le escribe desde Tokio donde se ha relacionado con Mitsuko, de quien promete no enamorarse, y le manda saludos de la niña mala. El amor-pasión, que creía extinguido, vuelve a resurgir. Le escribe a Salomón. Éste le responde que se ha enamorado de Mitsuko y que va echar al fuego a sus soldaditos de plomo.
Ricardo viaja al Japón. La niña mala se llama ahora Kuriko y es la amante de Fukuda, un gangster japonés. Ricardo le pregunta si lo ama y ella responde: “No es amor, más bien es una enfermedad. Me hace sentir viva, útil, activa, pero no feliz. Es como una posesión. No me ama a mí ni a nadie, es como yo pero es más fuerte”
Kuriko lo lleva a Ricardo a la casa de Fukuda, diciéndole que él no está. Mientras hacen el amor ve a Fukuda en la oscuridad mirándolos. El niño bueno se enfurece y ella le dice “¿Te creías que iba a hacer eso por ti, muerto de hambre, fracasado, imbécil?”
Salomón acompaña a Ricardo al aeropuerto y le dice que se va a casar con Mitsuko. Ricardo se pone a trabajar frenéticamente y, de a ratos, traduce del ruso los cuentos de Iván Bunin. A los seis meses recibe una carta de Mitsuko comunicándole que no ha querido casarse con Salomón y éste se ha suicidado.
Le ahorraré al lector las últimas doscientas páginas de la novela, no porque no valga la pena leerlas en la prosa de Vargas Llosa sino porque no hacen al objetivo de este trabajo. Consta de repeticiones de las apariciones, desapariciones y estafas de la niña mala. Sólo diré que Ricardo intenta suicidarse tirándose al Sena y lo salva un vagabundo. Luego desarrolla una hipertensión arterial y tiene un A.C.V. leve.
En un viaje a Perú, por la enfermedad del tío Ataulfo, conoce casualmente al padre de Lily – Arlette – M. Arnoux – Kuriko. Se llama Arquímedes, un mestizo, constructor de rompeolas, padre de doce hijos, quien le dice que la niña se llama Otilia y desde chica soñó con lo que no tenía. Su madre era cocinera en una familia miraflorina y la supuesta hermana, Lucy, era la hija de la patrona. “Se avergonzaba de nosotros, quería ser como los blancos y los ricos”.
Finalmente, la niña mala regresa enferma de un cáncer terminal. Le traspasa sus propiedades a Ricardo y él la cuida en una casita del sur de Francia. Vive treinta y siete días más y le dice: “Por lo menos confiesa que te he dado tema para una novela ¿No, niño bueno?”
La enfermedad
La hipertensión arterial es uno de los más viejos y mortíferos enemigos de la humanidad civilizada. Se calcula que la padece alrededor del 25% de la población.
Lleva su nombre actual desde el siglo XIX cuando se inventaron los aparatos para medirla, pero se la conoce desde la antigüedad por sus consecuencias: insuficiencia cardíaca y accidentes vasculares cerebrales, y por el hábito constitucional que la precede llamado, ya desde Hipócrates, “sanguíneo” o “apoplético”.
Hasta hace pocos años se la clasificaba en dos tipos: secundaria, es decir, producida por causas conocidas como enfermedades endócrinas, renales o vasculares, y primaria o “esencial”, de causa desconocida. Actualmente, estas causas son bien conocidas: es integrante de un complejo denominado “Síndrome metabólico” en donde coexisten varias condiciones como la obesidad central, la diabetes y la dislipidemia, con un eje patogénico: la disfunción endotelial.
Muchos de estos pacientes tienen una hipersensibilidad a la ingesta de sodio y/o una hiperactividad simpática. La base de este tipo constitucional es genética, pero se desarrolla plenamente como consecuencia de malos hábitos de vida: sedentarismo, alimentación inadecuada, consumo excesivo de sodio, tabaquismo y alcoholismo.
Se considera que el 50% de los hipertensos ignora que lo son, y que de los que lo saben, sólo la mitad se tratan y la mitad de éstos, lo hace mal. Desde hace más de cuarenta años estoy empeñado en demostrar que el carácter del hipertenso determina, por una parte, sus hábitos de vida, responsables de la realización de su genotipo en el fenotipo que he descrito y, por otra, su resistencia al tratamiento.
Llamamos “personalidad” al repertorio global de conductas potenciales y “carácter” al conjunto de rasgos que habitualmente se realizan.
A los fines prácticos, he diseñado una clasificación desprovista de tecnicismos psicológicos que puede ser aprendida y aplicada a la clínica por el médico no psiquiatra.
Tipos de Carácter
I. Distantes o ensimismados
II. Adhesivos acríticos (alienados)
III. Adhesivos críticos (neuróticos)
IV. Flexibles o críticamente adaptados
El primer tipo corresponde a los que Hipócrates llamaba “flemáticos”. Son personas con una pobre expresión emocional y vínculos frágiles con el mundo exterior. Viven como “observadores no participantes” y encontramos muy pocos hipertensos entre ellos.
El segundo tipo corresponde a sujetos con una sólida adhesión a otras personas, situaciones, lugares e instituciones, independientemente de su calidad de benéficas o nocivas para su salud y bienestar. Tienen fuertes emociones pero con dificultades para discriminarlas y nombrarlas. Pertenecen a esta clase la mayoría de los hipertensos, sobre todo los severos.
El tercer tipo es intermedio entre el segundo y el último. Desarrollan cierta capacidad de crítica pero, como viven catastróficamente la posibilidad de cambio, construyen mecanismos neuróticos para ocultarse a sí mismos lo que saben. Encontramos hipertensos entre ellos, habitualmente leves, a veces paroxísticos como la llamada “hipertensión de guardapolvo blanco” que no es sino una neurosis fóbica que hace crisis frente a figuras revestidas de autoridad, entre ellas el médico.
El último tipo comprende a sujetos sanos, capaces tanto de ensimismarse para pensar como de vincularse sólidamente con el mundo social, siempre que sea adecuado para su bienestar. Cuando no es así, no vacilan en emprender acciones para modificar las características del vínculo, y si no es posible lo rompen haciendo el duelo correspondiente antes de reemplazarlos.
En mi tesis de doctorado, “Biografía del hipertenso esencial” (Fac. de Ciencias Médicas de la UNR – 1969), estudié un grupo de hipertensos severos, todos con complicaciones, a los que seguí durante diez años. Encontré una alta incidencia de acontecimientos traumáticos en edad temprana, entre ellos la muerte, la desaparición, la enfermedad mental o el alcoholismo en uno de los progenitores, y el otro, una figura sustituta que los había protegido o se había sacrificado por ellos, brindándole una imagen con poca agresividad explícita con la cual identificarse.
Encontré, también, una fuerte tendencia a la dependencia y, a la vez, una incapacidad para aceptarla conscientemente, una marcada negación de las realidades interna y externa e intensos sentimientos de culpa inconscientes revelados por la necesidad de expiación a través de una vida sacrificada.
Sería, entonces, el hipertenso un colérico. Colérico por su dependencia. Dependiente por una vivencia inconsciente de indefensión e insuficiencia. Impedido de manifestar su cólera por miedo a perder la protección que odia y ansía a la vez.
Estas serían las conclusiones de hace casi cuarenta años. Desde entonces, he tenido oportunidad de tratar muchos hipertensos mediante técnicas psicoterapéuticas bipersonales y grupales. He confirmado la mayoría de las hipótesis que formulé entonces, aunque tal vez hoy las explicaría en otros términos.
Sólo me falta decir que, así como el eje patogénico fundamental desde el punto de vista biológico es la disfunción endotelial, el mecanismo psicopatológico fundamental sobre el que se sostiene el carácter del hipertenso, es la renegación con escisión del yo.
El infante humano es un mamífero desnudo, desarmado, desvalido y macrocéfalo que nace prematuro. Vive, en los primeros meses, en simbiosis con su madre y su entorno y no puede discriminar entre su propio ser y el mundo exterior. Esta indiscriminación determina que, en virtud de los cuidados inmediatos que recibe a la primera demanda, se le pueda atribuir una vivencia de omnipotencia.
Poco a poco, gracias a la acumulación de experiencias en su memoria y a la maduración de su sistema nervioso, va diferenciándose del medio familiar y su yo naciente empieza a percibir la trágica dimensión de su dependencia. Seguramente perecería de terror si no apelara a un recurso salvador: atribuir a su madre y sustitutos su primitiva omnipotencia. Pero su maduración continúa y comienza a percibir las fallas del ambiente. No preparado aún para elaborar este duelo, ensaya distintas técnicas para recuperar la omnipotencia propia o defender la ajena. Una de estas técnicas es la renegación, intento de rechazar un conocimiento que ya se posee.
La persona que reniega ya ha percibido, pero rechaza parcialmente este conocimiento escindiendo su yo en dos partes: una que sabe y otra que no sabe.
El hombre, como cualquier animal, posee una tendencia instintiva a alejarse del peligro pero el reconocimiento de que vive en un mundo amenazante conlleva, necesariamente, la conciencia de la propia vulnerabilidad. Es esta conciencia la que se busca evitar con la renegación, sacrificando la realidad al principio del placer.
Este mecanismo es útil para que el infante se acostumbre progresivamente a los aspectos desagradables de la realidad sin traumatizarse. Pero al niño lo cuidan los adultos, (cuando lo cuidan) disminuyendo la peligrosidad de sus actos. Cuando una persona madura, abandona progresivamente esta defensa dándose cuenta de que es vulnerable y que necesita no sólo cuidar su vida sino también cooperar con sus semejantes para protegerse.
Relataré una anécdota familiar para ilustrar este tema: En nuestra casa hay un cuarto de huéspedes con dos camas y cuando nos visitan los nietos coloco un colchón entre ellas para que no se golpeen. Uno de los más pequeños, de dos años y medio, intentó tirarse de la cama al colchón de cabeza. Lo detuve y le expliqué que se iba a lastimar, consiguiendo que siguiera arrojándose de pié. La semana siguiente, en un descuido nuestro, se tiró de cabeza y se lastimó la cara con un autito que tenía en la mano. Después de calmarlo, le pregunté ¿Qué te dije la semana pasada? Me respondió seriamente “Ayer el abuelo me dijo que no me tirara de cabeza”.
Los colegas lectores habrán reconocido en mi nieto a sus pacientes hipertensos que conocen al dedillo las prescripciones de no abandonar los medicamentos, perder peso, comer sin sal, hacer ejercicios físicos y, sin embargo, viven como si no las conocieran. Se tiran de cabeza, pero no obtienen un cortecito en la cara sino una hemorragia cerebral o un infarto de miocardio.
La novela leída como una historia clínica biográfica
“No es la voz la que
comanda la historia:
es el oído”
Italo Calvino
He puesto la cita de Calvino como epígrafe porque voy a oír a Vargas Llosa con mi oído que, en parte, sintoniza con él pues tengo su misma edad, soy un ibero-americano, universitario, de clase media y he vivido la misma triste historia de alternancia de dictaduras y gobiernos democráticos débiles que nos llevaron a ser una tierra inhóspita, con abismales desigualdades sociales, que expulsa a sus científicos, pensadores y artistas.
Estos rasgos nos asemejan pero, además, soy un médico formado en medicina interna y en psicoanálisis, y es con esta parte de mi biografía con la que voy a oír, sobre todo, esta novela.
Dice Freud: “El amor infantil es desmedido, pide exclusividad, no se contenta con parcialidades”. Es decir: el amor infantil es apasionado. Los protagonistas, la niña mala y el niño bueno, son apasionados.
La palabra pasión tiene su raíz en “pathos” que para los griegos era un sentimiento intenso, furioso y para los romanos remite a pasividad y sufrimiento. La pasión implica ambas acepciones: por un lado, la concentración de la libido en un solo objeto al que se ama y desea ardientemente y, por otro, el oscurecimiento del juicio de realidad que reside en una parte del yo, escindida, que se ve reducida a la pasividad y la impotencia. De “pathos” derivan también: patología, paciencia, compasión, simpatía y apatía. Estos dos sentidos de la pasión están distribuidos desigualmente entre la niña mala y el niño bueno. En la primera es furiosa, sádica, como cuando le dice a Ricardo: “Pichiruchi, muerto de hambre, santurrón”. En el segundo es pasividad, sufrimiento, paciencia frente al ultraje, aunque a veces, pocas, estalla hacia fuera y la quiere matar, o hacia adentro melancólica y masoquísticamente como cuando se quiere arrojar al Sena. Finalmente, excluida del aparato psíquico, transcurre por sus arterias transformada en hipertensión arterial.
Los adultos guardan dentro de sí un niño apasionado que se manifiesta a veces en forma benigna como en el enamoramiento común, transitorio, destinado a atenuarse o extinguirse y, también, en el entusiasmo por una tarea creativa o una ideología política y, otras veces, por su intensidad y persistencia, constituye una patología ¿qué es lo que hace que tomen uno u otro camino?
Sabemos que en el curso de su desarrollo el infante humano recorre distintas etapas. En cada una de ellas queda “fijada” una parte de la libido.
La pasión corresponde a las dos etapas orales y a la primera etapa anal. También sabemos que las fijaciones se intensifican por exceso de gratificaciones, de frustraciones o de una combinación de ambas.
Lily sufre frustraciones infligidas por su patria, el Perú que la pauperiza y discrimina, y agravadas por su madre que la lleva a vivir con una familia burguesa que la mima pero la expone a la envidia y la lleva al resentimiento. A partir de ahí, el objeto de su pasión serán el poder y el dinero. El amor queda excluido de su vida e identificado proyectivamente en Ricardo, a quien seduce y abandona constantemente.
A Ricardo, el trauma brutal de la muerte simultánea de los padres más la identificación con la figura conservadora, moderada y abnegada de su tía Alberta y luego de su tío Ataulfo, lo llevan a enfriarse y desear solo “vivir en París”. Podríamos conjeturar que si no hubiera encontrado a Lily, hubiese vivido una existencia gris de traductor desconocido en el París de sus sueños. Al que fue… “a corromperse”, como decía la abuela de Vargas Llosa.
Hemos descrito la modalidad sexual que Lily le impone a Ricardo: cunilingus. El clítoris transformado en pezón y en él, la boca deseante.
Dice Ivonne Bordelois que mamá y mama surgen de la posición de los labios al mamar y que la “l” lingual viene de lamer el pezón y de ahí vienen libido, lascivia y lujuria. Reparen que el nombre elegido para la niña mala, “Lily”, tiene dos eles. Y en este instante recuerdo el final del prólogo de la Obras Completas de Jorge Luis Borges: “Aquí estamos tú y yo madre, y todo lo demás es literatura”.
A Vargas Llosa le faltó durante diez años un padre que lo separara progresiva y afectuosamente de su madre y cuando volvió, lo hizo brutalmente. Conjeturo que de esa instancia nació esta novela y que el autor es, simultáneamente, Lily, Ricardo, Paul, Juan, Salomón y todos los otros. Es Paul, cuando se presenta a las elecciones contra Fujimori y se suicida políticamente. ¿Compasión, en la acepción romana? ¿Pasión de poder, en el sentido griego? ¿O ambas, la primera en la conciencia y la segunda en el inconsciente? Y es Ricardo el del final, por fin en su pecera, cuando Lily le dice “Te he dado tema para una novela”.
Debo, ahora, precisar el diagnóstico psicopatológico de los protagonistas: Lily tiene, básicamente, una estructura perversa sadomasoquista, con una defensa histérica de modalidad psicopática. Usa la histeria para seducir a sus sucesivos amantes a los que les adjudica el rol masoquista. Fracasa con Fukuda, más sádico que ella, con quien juega el rol opuesto y complementario.
Emilce Bleichmar escribió un libro titulado El feminismo espontáneo de la histeria, donde rescata la sociogénesis de la histeria. Lily, representante de la mujeres de la clase baja de Iberoamérica, quiere ser hombre, blanco, rico y poderoso, y por eso descalifica a Ricardo, el “pichiruchi miraflorino”, clítoris, cunilingus, vaginismo y lengua viperina mediante. Sin embargo, todo el tiempo, en su yo escindido, sabe que el es su único refugio seguro y por eso vuelve una y otra vez reclamando su derecho de asilo. Su pasión dominante le impide salvarse pero, en su lecho de muerte, quiere salvarlo a él y sobrevivir en su novela.
Ricardo oscila entre los tipos II y III de caracteres que hemos descrito. Pertenece al tipo II por su vínculo con Lily. Está “alienado”, que etimológicamente significa “entregado a los extraños”. En ese vínculo ocupa la posición masoquista. Su vertiente sádica se expresa contra sí mismo, y de allí surge su hipertensión. Seguramente, en un paroxismo hace su accidente cerebro-vascular pero la mayor parte del tiempo es un neurótico fóbico. Huye del Perú. No se juega para arrancar a Lily del movimiento guerrillero, a pesar de que ella le ofrece quedarse con él. Ve pasar la historia a su lado sin comprometerse con nada que no sea Lily. A ella le guarda una fidelidad pasiva e infinitamente paciente. Es el “pathos” romano y, naturalmente, desemboca en una patología. Lily le ofrece el camino de la sublimación mediante la literatura. Y Mario Vargas Llosa me ofrece con su novela, el material para este ensayo.
Epílogo
Para todas las niñas y niños malos, muertos estérilmente por haber obliterado su rebelión identificándose con el opresor, este epitafio, por intermedio de la poeta catalana Merce Marcal quien, en lugar de elegir ese triste fin, plasma su rebelión en un poema:
Al azar agradezco tres dones
Haber nacido mujer
De clase baja y nación oprimida
Y el turbio emblema de ser
Tres veces rebelde
Y para todos los niños y niñas buenas, este soneto del poeta rosarino Mario Perone que enseña, por su contenido, el camino del duelo y, por su forma, la meta de la pasión sublimada en música:
Ya no la busco, es cierto
Pero cuanto cielo, medido por la misma luna
Que está mirando, ahora, inoportuna
Me vio buscarla y vio mi desencanto.
Debía estar en todas y en ninguna
Mi risa, ser la suya y nuestro llanto
Cubriría con música el espanto
De saber que es tan breve la fortuna.
Ya dejé de buscarla, solo hay una
Y ha pasado tan lejos que hoy me asombra
Mi dolor por no haberla conocido.
Es muy tarde, ya no hay tristeza alguna
Y el eco del sonido que la nombra
Bajo mi propia sombra, se ha perdido.
Bibliografía
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Greca, Alcides – “Hipertensión arterial” en Terapéutica Clínica – Battagliotti, C. y Greca, A. – Corpus – Rosario – 2005.
Green, André – De locuras privadas – Amorrortu – Bs.As. – 1990.
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Vargas Llosa, Mario – El lenguaje de la pasión – Suma de Letras Argentina S.A. – Bs. As. – 2003
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